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¿Con quién se casa la duquesa de Alba?

Cuentan los íntimos de Alfonso Díez Caraban­­tes que siempre ha admirado a Ava Gardner, Elizabeth Taylor y Cayetana de Alba.»¿La duquesa?», le preguntaban una vez acababa de esgrimir la lista. «¿Por qué?». «Porque siempre ha hecho lo que le ha dado la gana», solía responder. Las otras dos han sido sus amores platónicos. Muy loables y lógicos en quien se confiesa un loco del cine. La admiración por la aristócrata española, en cambio, viene de lejos y por conocimiento propio.

Fue cuando se topó con ella hace más de 30 años en el palacio de Liria. Entonces visitaba la mansión del centro de Madrid con su hermano Pedro, Pedrusco, para los íntimos, amigo del entonces duque de Alba, Jesús Aguirre, segundo marido de Cayetana. Allí, entre tizianos, goyas, rubens y otros cuadros de Velázquez, documentos manuscritos de Colón, el testamento original de Fernando el Católico, primeras ediciones de El Quijote, cortinones y escudos de armas de los más de 70 títulos que ostenta la Casa, un mobiliario de quitar el hipo a cualquier dueño de anticuario -como es su hermano, propietario de uno en la madrileña calle de Zurbano-, apareció ella para saludar, majestuosa, libre y simpática, pero distante.

Desde entonces, Alfonso, hermano pequeño de Pedrusco, quedó impactado por esa mujer que le saca 25 años, mitad carne y hueso, mitad personaje, que ha poblado las revistas del corazón y el meollo del cotilleo en pantallas de plasma desde la era franquista hasta los tiempos apocalípticos posteriores a la caída de Lehman Brothers. Un clásico.

Sus vidas desde entonces permanecieron atadas a sus propios destinos sin sospechar por un momento que volverían a cruzarse. Ella ha llegado hasta los 85 pasando temporadas en cualquiera de sus palacios repartidos por toda la geografía española, de San Sebastián a Sevilla, con escalas en Ibiza, ocupada de sus seis hijos con sus yernos, sus nueras, sus respectivos divorcios, paseos en calesa por la feria y tardes de toros con abanico para contemplar a su ídolo Curro Romero o a su protegido y exmarido de su hija Eugenia, Fran Rivera.

Él, en cambio, hasta los 60 cumpliendo con su fama de funcionario madrugador -llega a las 7.30 a la oficina, el primero-, ocupado en su puesto de jefe de negociado -nivel 18, unos 1.500 euros al mes- adscrito al área de formación y acción social de la Subdirección General de Recursos Humanos y Materiales del Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS).

Es decir, que mientras ella acudía a cócteles y recepciones con los reyes o recibía en Liria a toreros y bailarines con ganas de mezclarse entre el ramillete de grandes de España que la rodean, Alfonso Díez vivía pendiente de que las listas del aula que poblaban quienes se apuntaban en tromba a los nuevos cursos de informática para aprender nuevos sistemas operativos de la Administración del Estado cubrieran todas las plazas.

Una vida gris, con perspectiva gris, que adornaba con sueños de grandeza muy alejados de sus posibilidades para un miembro de una familia palentina de ocho hermanos con padre militar.

Díez evadía o esquivaba la rutina cotidiana en la cafetería del instituto donde diariamente desayuna. Bien leyendo el periódico –Abc o La Razón, para más señas, como buen votante del PP, discutiendo asuntos en boga como el matrimonio gay, del que se mostraba a favor, aunque con reservas, o entretenido en chascarrillos con los compañeros.

Allí cae muy bien. Tiene fama de ser atento, besucón, y destacan que siempre anda entregándose al vicio casi diario del cine en versión original. En el cine confió y el cine cambió su vida.

Fue una buena tarde en la que se tropezó por la plaza de los Cubos de Madrid con una de sus tres musas. La duquesa de Alba acudió a ver una película y allí estaba él. Por los viejos tiempos, le propuso una cita.

A partir de ahí, la Casa de Alba comenzó esa guerra de comunicados plagados de eufemismos en los que el público ha pasado de definiciones como «entrañable amistad» a noviazgo y anuncio de boda.

En medio, se desató una guerra familiar similar al hundimiento del Titanic. Los hijos esgrimían partes médicos con isquemia cerebral e hidrocefalia. Ella se enfadaba -«Si se separan más que yo», clamaba- y se ponía el mundo por montera hasta que se ha salido con la suya previa petición de consejo a los Reyes.

Pero antes ha repartido la herencia a seda, en el caso de sus hijos Cayetano, Carlos y Eugenia, y cuchillo, si nos atenemos a las fincas rústicas que le han tocado en el reparto a Jacobo.

Pero lo que resulta indiscutible es que en ambos se ha obrado una poderosa transformación. Cayetana, en dos años, de la silla de ruedas ha pasado a estirarse con su discreto monedero por los mercadillos hippies de Ibiza del brazo de su amiga Carmen Tello o de su hija y a viajar con su buen mozo recalando en sus posesiones y durmiendo, dicen sus allegados, en habitaciones separadas.

De la voz de pajarillo, la duquesa ha pasado a la contundencia de los mensajes esgrimidos en directo por programas de cuché catódico en los que no se ha privado de insultar a Inka Martí -«Mala y envidiosa», ha dicho-, la esposa de su hijo el conde de Siruela, editor intelectual de la familia.

Mientras, los compañeros de trabajo de Díez han comprobado cómo él ha dejado de acudir caminando, medio encorvado y a veces con barba de tres o cuatro días a su puesto, al tiempo que ha admitido hacerse la cirugía en la nariz y no tanto aplicarse bótox, hasta el punto de que a algún compañero que se lo ha preguntado le ha retirado el saludo.

De vivir preocupado por asuntos domésticos ha pasado a intentar quedar como un príncipe en los concursos de hípica. De pasar desapercibido en la calle, a saludar como el Papa a los curiosos que le vitorean ahora junto a la duquesa al salir de rezarle al Cristo de los Gitanos en Sevilla. De andar preocupado por qué les sirve y cómo adorna el ambiente -velas sí o velas no- en una cena a unos amigos de Salamanca, a la puntillosa lista de invitados a la boda. Ese papel exclusivo y limitado no deja de pasmar a quienes le conocen bien. Para sorpresa de sus allegados ha elegido como madrina a Carmen Tello y no a su hermana mayor.

Otro mundo, otra dimensión. Él se escora. «Está perdiendo el Norte», dicen en sus antiguos entornos. Muchos temen que le ocurra algo similar a lo que le pasó a Aguirre al final de su vida. Algo que Jacobo Siruela resumió muy bien cuando el duque -salido de jesuita e intelectual y editor de referencia en la Transición- sufrió en sus últimos años encerrado en Liria. Una tremenda soledad. «Ha muerto de pena», llegó a decir su hijastro.

Es algo que pasa a quienes tratan de adentrarse en el círculo. «La aristocracia es como una pecera. Respiran por los bronquios desde que nacen y quien no sabe se ahoga», comenta Manuel Vicent, autor de la brillante biografía del duque que ha puesto de los nervios a Cayetana: Aguirre, el magnífico (Alfaguara).

Entretanto, Alfonso Díez también ha cambiado de actitud. Ahora lleva otro porte. Besa menos. Y toma café con funcionarios deslumbrados por su notoriedad, algunos de los cuales coleccionan todos los ejemplares de ¡Hola! en los que aparece. Son quienes han entrado en el club de los elegidos. Por lo pronto, se ha ganado un sueldo vitalicio de 2.000 euros al mes, alguna exclusiva que puede aparecer antes de la boda, ya que Nati Abascal -colaboradora de la revista del glamour ibérico por excelencia- le tiene frito a regalos. Poco más. Si por algo se ha hecho el reparto de la herencia ?valorada entre 600 y 3.000 millones de euros por la cantidad de bienes inmuebles que poseen? ha sido por mantenerle al margen.

Una vez que la duquesa se ha salido con la suya, amenaza con hacer rodar cabezas a quien no se pliegue a su decisión. Todos firmes en la boda. Mientras, Díez, que presumiblemente pedirá una excedencia, tiene planeado, según sus amigos, escribir algún día un libro sobre su nueva etapa.

También le hace ilusión pasar a la historia como el marido que llamaba «porcelanita» a su novia octogenaria. Y saluda a la salida del trabajo a los medios de comunicación con una sonrisa enigmática mientras deja que el responsable del INSS, en vez de hablar de pensiones contributivas o no contributivas, con la que está cayendo, aproveche los canutazos para comentar las virtudes laborales del novio como en un plano secuencia que jamás se les habría ocurrido a Azcona y Berlanga por poco creíble.

La pregunta que corre de boca en boca estos días en su trabajo es la siguiente: ¿quién montará el Belén? Alfonso Díez, tan amante de los detalles, el ambiente hogareño y tan religioso, se encargaba cada año de poner el nacimiento. Lo que está claro es que el turrón se lo tomará rodeado de oropeles.

Fuente: www.elpais.es

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