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Ana la reina de los Mosqueteros

La futura madre del ‘Rey Sol’ tenía sólo catorce años cuando se desposó.

Según el historiador José María Roldán Gual, el cortejo real que salió de Burgos rumbo a Francia estaba compuesto por «setenta y cuatro coches, ciento setenta y cuatro literas, ciento noventa carrozas, quinientos cuarenta y ocho carros, dos mil setecientas cincuenta mulas de silla, ciento veintiocho acémilas con reposteros bordados, otras doscientas cuarenta y seis con cascabeles de plata y seis mil quinientas personas».

Todos los cuadros de la época la retratan como una mujer de porte elegante y discreto, rostro dulce y mirada penetrante. Era una niña cuando su padre, el monarca español Felipe III, acordó con su homónimo francés, el rey Enrique IV, su enlace con el vástago de éste, futuro Luis XIII. Un compromiso que el propio Papa, Pablo V, bendijo con alborozo por cuanto podría procurar una larga época de paz entre las dos potencias continentales, a la sazón católicas. Bautizada con el hermoso nombre de Ana, había nacido en Valladolid y había sido educada de acuerdo a su rango. Además, poseía cualidades que la hacían especial: era inteligente y tenía un enorme carisma que le procuraba la admiración y el cariño de cuantos la rodeaban.
La infanta acababa de cumplir 14 años cuando subió al altar. No cuesta imaginar que, pese a su madurez intelectual, aquel hecho habría de abrir una brecha enorme en su vida: el abandono de su país y su ingreso para siempre en otro bien distinto, alejada de los suyos por mucho que se hubiera educado contemplando esa posibilidad, tuvo que suponer un abismo para una joven de su edad. La futura madre del que pasaría a la historia como ‘Rey Sol’ se casó en la Catedral de Burgos con todo el fasto y el boato de la época en una ceremonia bien singular, ya que no compareció el novio: la boda se efectuó por poderes, siendo el monarca ausente presentado por duque de Uceda, Cristóbal Gómez de Sandoval-Rojas, valido del padre de la novia. La ciudad se preparó para la festiva jornada durante semanas, y lució engalanada ese día, 18 de octubre de 1615, que tuvo que ser extraño para la joven, recién casada con un joven al que no conocía y al que ni tan siquiera tuvo la ocasión de conocer en tan señalado día.
Ese mismo 18 de octubre, pero en Francia, se produjo un enlace ‘gemelo’: el infante Felipe, hermano de Ana, se casó en Burdeos con Isabel de Bordón, hermana de Luis XIII. Al día siguiente, Ana de Austria partió rumbo a Francia. Según el historiador José María Roldán Gual, el cortejo real estaba compuesto por «setenta y cuatro coches, ciento setenta y cuatro literas, ciento noventa carrozas, quinientos cuarenta y ocho carros, dos mil setecientas cincuenta mulas de silla, ciento veintiocho acémilas con reposteros bordados, otras doscientas cuarenta y seis con cascabeles de plata y seis mil quinientas personas». Increíble, pero cierto.
Su destino era la llamada isla de los Faisanes, a orillas del río Bidasoa, donde se produciría el singular «intercambio»: la infanta española pasaría a Francia y la francesa a España. Todo en su sitio. Poco más de un mes más tarde, el 21 de noviembre, la Catedral de Burdeos acogió, ahora sí, la ceremonia de una boda como Dios manda, con ambos, Ana y Luis, presentes en el altar. Su llegada al trono de Francia no fue nada fácil para Ana, que tuvo que lidiar con no pocos escollos, como el de un marido que la rechazaba (la presunta homosexualidad del monarca de los mosqueteros todavía es hoy objeto de debate), lo que hizo que se sintiera inmensamente sola, o la enemistad de uno de los hombres más poderosos del continente y verdadero gobernante de aquella Francia: el inefable cardenal Richelieu, que la consideraba enemiga de su nación (aunque también se dice que la inquina del cardenal provenía de las negativas de la reina a acceder a favores de alcoba).
Sin embargo, pese a todas las dificultades, la reina se ganó el cariño y la admiración del pueblo y de toda la Corte, a la que impuso modas como la del chocolate caliente bebido, una rareza en el resto de Europa a pesar de que había pasado más de un siglo desde el Descubrimiento de América. Curiosamente la inquina del conspirador Richelieu, que entre otros alimentó el rumor de que la reina le era infiel a Luis XIII con George Villiers, duque de Buckingham, habría de procurarle a Ana un porción de eternidad más allá de la historia. No en vano, un escritor llamado Alejandro Dumas la convirtió en protagonista de una de las novelas inmortales de la literatura: Los tres mosqueteros. En la obra, el prolífico escritor hace un retrato más que generoso de la española, posiblemente sea el personaje mejor tratado del libro, hecho que revela los buenos ojos con que siempre fue mirada por el pueblo. Rescatamos esta frase, elocuente de la afirmación anterior: «De donde resulta que lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados era una simple mirada de Ana de Austria».

La maternidad

No fue hasta 22 años después de su matrimonio cuando Ana fue madre. También se duda de la paternidad de Luis XIII, y se ha llegado a atribuir el nacimiento de al menos uno de sus hijos al cardenal Mazarino, sustituto de Richelieu. Sea como fuere, la reina Ana fue madre de dos varones: Luis, que nació en 1638, y Felipe, que llegaría al mundo dos años después. No fueron dos infantes cualquiera. Especialmente el primogénito, que reinaría como Luis XIV y al que él mismo y la historia han coronado como ‘Rey Sol’, precursor de la monarquía absolutista al grito famoso de: «El Estado soy yo». Ana de Austria, la reina de los mosqueteros, gobernó como regente tras la muerte de su esposo y hasta la mayoría de edad de su primogénito. Falleció por un cáncer de mama en 1666. Tenía 65 años.

Fuente: www.diariodeburgos.es

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